El encargo no era fácil.
Un edificio anodino de oficinas de los años 70 del siglo pasado, con un altura libre entre forjados demasiado pequeña, mucho más alto de lo que el actual planeamiento permite, construido sobre la bóveda del ferrocarril que lo somete a un nivel de vibraciones del todo insufrible. Feo, demasiado alto, y a la vez, demasiado bajo, y encima, insufriblemente ruidoso… que más se puede pedir? Con estos condicionantes de base, el proyecto se basa en estos tres conceptos:
La tecnología que permite instalar unos amortiguadores sísmicos a cada pilar a nivel de planta baja activados mediante gatos hidráulicos. Este sistema divide al edificio en dos partes dejando toda la que queda sobre el nivel de calle del todo separada del sótano, consiguiendo el confort que un hotel demanda.
La estética: En el interior el proyecto establece un diálogo entre la estructura existente, que queda desnuda y expuesta, y el uso hotelero, que se manifiesta en materiales de gran calidad que nunca llegan a tocar los perímetros de cada habitación. Así pues, en unos espacios con hormigón en el suelo, pilares metálicos y bovedillas en el techo el hotel, que se explica en el uso de maderas, cerámicas, y estucados, establece una discusión en el que el segundo nunca llega a tocar al primero, y entre esta, unas piezas de mobiliario atemporal muy seleccionadas y perfectamente iluminadas.
La ciudad: La fachada, la manera en que un edificio se relaciona con su entorno, funciona como un filtro de un lugar que a pesar de ser muy céntrico, la presencia de la calle Balmes lo hace incómodo. Se Plantea por lo tanto una fachada compuesta por elementos verticales y horizontales de gran profundidad que modulan un ritmo vertical desdibujado que dificultan entender el número de plantas que el edificio tiene, roto en 5 ocasiones por unas cajas de madera que hacen de balcones.